domingo, 29 de abril de 2012

La masacre de los sueños





  Una música que pone los pelos de punta, unas imágenes hiperrealistas mezcladas con una historia difícil de digerir y no apta para hipersensibles, son el contenido de Réquiem por un sueño de Darren Aronofsky, quien nos ha deleitado hace pocos meses con la kafkiana Cisne Negro.


  No estamos precisamente en una época de esplendor para el cine social, o al menos cine social comercializado, no sé si por la indiferencia del público ante la realidad, o por su pasión por la total evasión con superhéroes que poco tienen que ver con la vida real. Por eso cabe recordar películas de calibre como esta y recordarnos a los cinéfilos interesados por las historias sencillas e impactantes, que podemos acudir unos años atrás a obras como ésta.

  Es cierto que desde su estreno, hace ya once años, se ha dudado de si considerarla obra maestra o no. Eso depende mucho de que concepto se tenga sobre tal término. En mi opinión, para que una película sea una obra maestra debe romper moldes, ser diferente, lo que no tiene que implicar que sea ostentosa, y perdurar en la memoria con un final o una esencia que con el paso del tiempo venga a decir lo que dijo en su día. Si basamos el término en mi teoría, podríamos decir que, sin serlo a cien por cien, se trata de una pequeña gran obra maestra del cine que sin duda solo tiene dos tipos de espectadores: los que la odian y los que la adoran.


 Puede que su argumento, mejor dicho, la esencia del mismo no sea nuevo en el panorama del séptimo arte. No es casualidad que me venga a la mente otra crítica ácida de la sociedad y el consumo de drogas al estilo ochentero como Trainspotting al verla, pues ambas poseen ingredientes comunes: la esencia es la adicción por las drogas tomadas éstas como vía de escape de la realidad, creando en sus personajes sueños imposibles para sus tormentosas y solitarias vidas. Es decir, una sociedad, para algunos minoritaria, yo diría que metafóricamente mayoritaria, plagada de personas infelices que se obsesionan con una felicidad plena sin calibrar si realmente existe.

  Además de las imágenes hiperrealistas, no debemos olvidar a Ewan McGregor entrando por la taza del váter y nadando con pececitos, el bebé muerto gateando por el techo entre el delirio del mono del protagonista, que bien podría compararse con la señora Goldfarb ( una estupenda Ellen Bursty, quien casi consigue el Oscar por este personaje) y su frigorífico amenazante (aviso, porque después de esta película serán pocos los que se acerquen a su refrigerador sin recordar la escena). Esta maraña de sin sentidos cargados de simbolismo en su contexto nos lleva a analizar a sus personajes. 


  Cuatro son los protagonistas de la historia y aunque, aparentemente no tienen nada en común en sus personalidades, todos tienen un objetivo: la felicidad, la obsesión por cambiar sus vidas para poder ser felices y la evasión momentánea de su asquerosa realidad.

  Sara Goldfarb madre viuda con un hijo drogadicto y amante de los programas de televisión, su única compañía real, cuyo sueño es salir en televisión y sentirse querida por el público; su hijo Harry (impecable Jared Leto), ambicioso camello y consumidor ingenuo y desequilibrado emocionalmente, enamorado de Marion (la camaleónica Jennifer Connely), una niña bien cuyo símbolo de rebeldía ante unos padres indiferentes es evadirse a través de las drogas y estando con Harry, un chico no apropiado para ella; y Tyrone (un flojito pero que aprueba con 5 raspado, Marlon Wayans), también drogadicto amigo de la pareja, cuyo fin es llegar a ser la persona de la que su madre se sentiría orgulloso.

  La soledad interna es el punto de partida de todos los personajes en busca de realizar un sueño, de mejorar su situación y sentirse queridos y aceptados.
  Esta claro que es uno de los films que más me ha impactado últimamente, algo que resulta difícil en los tiempos que corren y que considero es fundamental en el cine: sorprender, innovar y crear un mensaje contundente, tres ingredientes que si nos ofrece esta película.

  Un final difícil de olvidar que no deja indiferente a nadie, como culminación de una película que me planteó una pregunta muy clara, ¿merece la pena obsesionarse con un concepto tan abstracto como es la felicidad plena, soñar con él, sin saber realmente si existe? Y quizá plantearía otra más, ¿evadirnos nos hace cobardes o ignorantes?


ATENCIÓN: Aunque podría nombrar muchas escenas que dejarían los pelos de punta, me resulta tremendamente especial la escena en la que Harry llama a Marion desde la cárcel, una despedida que parece decir “hasta luego”, cargada de sentimiento amargo y a la vez tierno. 





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